El color de un vino no es casual, sino que responde a diversos motivos. Hay vinos con mayor capa de color; otros que tienen un ribete amoratado o cereza o atejado, en diversos grados; también algunos que son más limpios y brillantes. Todas estas circunstancias no son fortuitas, sino que responden a determinados y variados factores.
Cada variedad de uva tiene sus propias características. Unas dan tonos más claros y otras más oscuros. Por ejemplo, la pinot noir, la nebbiolo, la garnacha, la poulsard, la merenzao/trosseau dan capas bajas, mientras que la cabernet sauvignon, la merlot, la tempranillo, la garnacha tintorera o la syrah muestras capas altas. No obstante, debemos tener presente que la forma de elaboración también influye, de forma importante, en el color final, pues el tiempo de maceración de la uva tinta proporcionará vinos de mayor color, mientras que la maceración de variedades blancas dará lugar a vinos naranjas.
La edad del vino también deja su huella. Cuanto más viejo, la oxidación es mayor, por lo que el color del vino se oscurece en los blancos y da tonos atejados en los tintos. Así, con carácter general, el ribete de los vinos blancos jóvenes es más pálido, mientras que en los tintos jóvenes es más amoratado. Reglas que también son aplicables a los espumosos y en los vinos dulces.
Las horas de sol de las zonas vinícolas también tienen su influencia en el color de los vinos. Como regla general, porque siempre es matizable, cuanto más sol más color, ejemplo que es palpable en la mayoría de las zonas de España y Portugal, en el sur de Francia, en el sur de Italia, en California, en Chile, en Argentina o en Sudáfrica. Regla que, lógicamente, resulta aplicable al viceversa en las zonas frías, con menos horas de sol, pues dan vinos de tonos más pálidos.