El último paso, antes de tener un conocimiento completo del vino que nos vamos a beber, consiste en analizar su sabor. En cierto modo, hay una íntima relación entre los aromas y los sabores del vino, pues los primeros vuelven a reflejarse a la hora de que el vino entre en la boca, sin embargo, la verdadera fase gustativa viene dada, concretamente, por cinco sabores: dulce, salado, amargo, ácido y umami. Vamos con ellos.
El sabor dulce viene dado por el azúcar residual a la hora de la fermentación y es propio, lógicamente, de los vinos dulces, pero debemos tener presente que hay vinos secos que, por la variedad de la uva, por su elaboración o momento de vendimia, también pueden tener un deje de dulzor. Esta característica la podemos encontrar en las variedades blancas terpénicas.
El salado, aunque no lo parezca, es relativamente frecuente y lo encontramos, especialmente, en los vinos de corte atlántico. Los albariños de Rías Baixas son un buen ejemplo, al igual que los txacolís y también los vinos de Sanlúcar y de El Puerto de Santa María. La proximidad del océano Atlántico tiene su reflejo en muchos de los vinos.
El amargor, particularmente, lo asocio más a una forma de elaborar poco fina que a una variedad de uva. Este viene dado por los taninos, provenientes del hollejo, de las pepitas y del raspón.
La acidez siempre es clave en un buen vino. Un vino sin acidez tiende a ser pesado. El frío, el uso debido del raspón y, por supuesto, la variedad de la uva, son los determinantes de esa acidez. Chardonnay, especialmente de Chablis, chenin blanc del Loira, o riesling de la mayoría de las zonas de Alemania son ejemplos excelentes.
Por último, el umami, el llamado quinto sabor. Esas notas férricas, sanguíneas, de soja, o de curry son características de un buen número de vinos. El umami lo podemos encontrar en muchos vinos de sangiovese, en Toscana, de nebbiolo del Piamonte, y en garnachas y cariñenas del Priorat.