Por supuesto, hay excelentes cervezas, algunas complejas y, también, miles de formas diferentes de elaboración. Excelencias que también existen con los destilados, aunque tampoco considero que exista punto de comparación. Además, los momentos de consumo de la cerveza son más extensos. La gente la utiliza como una abrumadora excusa de socialización. Almuerzo, cerveza. Aperitivo, cerveza. Comida, cerveza. Merienda, cerveza. Cena, cerveza. Salida nocturna, cerveza. No existe filtro para la cerveza. Es válida para cualquier momento del día, en gran parte por su menor grado alcohólico. Además, salvo en contadas ocasiones, no existe una especial asociación entre la cerveza y la comida en busca de la potenciación de los sabores. En general, con la cerveza se buscan momentos puntuales, efímeros, sencillos, que no van más allá de ese momento lúdico o como refrigerio frente al calor. El vino, por el contrario, es mucho más selectivo y complejo.
Con los destilados sucede algo similar, aunque muchos de ellos tienen una complejidad que puede estar cercana a la del vino. Si bien, aquellos tienen una finalidad mucho más reducida, debido a su elevada graduación alcohólica. Los destilados reinan en las sobremesas de las comidas o en la tranquilidad nocturna, con un libro, una hoguera o simplemente con música. De esta forma, su ámbito queda minimizado frente al del vino, que se posiciona entre la cerveza a raudales y los momentos mínimos de los destilados.
Sin pretender ser soberbio, considero que quien bebe vino tiene una sensibilidad muy diferente al consumidor de cerveza o destilados. La profundidad de análisis va mucho más allá, pues valora mucho más las infinitas circunstancias que giran alrededor de la elaboración del vino y que van ligadas a la interactuación del cielo y la tierra. Ahora no seré yo quién diga lo que la gente tiene que beber. ¡Qué cada cual disfrute con lo que más le guste, por supuesto!