¿A qué huele el vino?
Flores, fresas, cerezas, grosellas, manzanas, melocotones; leche, mantequilla, yogur; cuero, tabaco, madera; y así un largo etcétera que podemos ir afinando en función de múltiples variables.
Si le preguntamos a un niño a qué huele un vino, nos dará una respuesta completamente obvia: a vino. Porque es cierto, el vino huele a vino. Todos los aromas y sabores que encontramos al degustarlo tan solo son recuerdos asociativos. Dependiendo de la variedad, del proceso de elaboración, de la zona, de un viñedo concreto y de otros factores, un vino nos trae a la memoria determinados objetos, ya sea comestibles o no. Evocaciones, nada más, que van asociadas a las características de los vinos y a la zona de elaboración. La pinot noir y la cereza; la garnacha de Gredos y la fresa; la syrah y la aceituna negra… son algunos de los ejemplos significativos, porque todas las variedades de uva tienen un recuerdo olfativo asociado.
Esos recuerdos pueden ser muy diversos y provenir de las flores o alimentos más insospechados, pero todos ellos tienen una explicación. Hay aromas primarios, propios de la variedad de uva, que reflejan, de forma genérica, notas florales y frutales; también hay secundarios, que son propios de la fermentación del vino y dan matices lácteos y de levaduras; y los hay terciarios, que se adquieren por la crianza y el envejecimiento, y proporcionan notas torrefactas, de madera, cuero, café, tofe, tabaco, etc.
El cajón de olores de un vino puede ser infinitivo, porque, además, cada persona se forma su propio registro, que en muchas ocasiones coincidirá con el nuestro, aunque no necesariamente será así. Siempre habrá alguien que te descubra algún matiz en el que no habías reparado. Olores del pasado, olores que nos transportan a momentos vividos, incluso olores a personas. Porque en el infinito mundo de las de las notas aromáticas cabe un sinfín de percepciones olfativas.