Cuando hablamos de vino, la gente no es consciente de que el contenido de la copa que se va a beber tiene su origen en la tierra. Podemos estar delante de una botella de cientos de euros, incluso de miles, tal vez en un restaurante lujoso o en una mansión, quizás, tranquilamente, en nuestra casa, pero, estemos en el lugar en el que nos encontremos, siempre debemos tener presente que todo vino nace de la agricultura.
Gracias al esfuerzo de la gente que trabaja la tierra durante todo un año, el fruto de la vid, estrujado y fermentado, acaba dentro de la botella que estamos saboreando. Este es el comienzo de todo vino. El glamur de una botella de vino siempre tendrá, como contrapunto, el sabor amargo del sudor del viticultor, que trabaja la tierra expuesto a las inclemencias del tiempo y a la rudeza del campo, para que el consumidor pueda disfrutarla, servida en una bonita copa, en cualquier parte del mundo.
El marketing de las bodegas, especialmente el de las marcas estrella, nos tapa en cierta medida esta realidad, haciéndonos olvidar la humildad del origen del vino. Yendo un poco más allá, la parafernalia creada en torno a la enología, también, nos lleva a dejar de lado que el vino, hoy con una marcada connotación social, fue durante muchos siglos un simple alimento más que formaba parte de cualquier comida.
Sin duda, uno de los primeros reconocimientos viene del ámbito monacal, pues los monasterios han tenido una vital importancia en el desarrollo de la viticultura y, también, de su expansión por Europa. La elaboración de vino formaba parte del sustento de su economía, además de su alimento diario. La dedicación de los monjes en este campo contribuyó, en gran medida, a que el vino que bebemos hoy en día sea lo que es.
Además de la estela monástica, a lo largo de los siglos, ha habido gente sin nombre que se ha dedicado al trabajo en el campo sin mayor pretensión que la de sacar hacia delante su familia. Agricultores que trabajaban el campo sin pensar en que el resultado de su trabajo pudiera llegar a ser algo de culto, preciado o caro, con lo que la gente pudiera deleitarse en un restaurante o en cualquier otro lugar. Campesinos que tenían como modus vivendi, simplemente, el vender sus uvas a bodegas más grandes o a cooperativas. Anónimos que, por extraño que pueda parecernos, siguen sobreviviendo de esta manera en la actualidad.
Por ello, sirva esta entrada como homenaje a todas aquellas personas que, a lo largo de la historia, se han dejado la piel trabajando la tierra y elaborando vino, para que la sociedad pueda disfrutar de este preciado líquido, mezcla de alimento, placer, historia y tradición.