Al vino se llega tarde. Al menos más que a la cerveza u a otros alcoholes. En mi opinión, el motivo radica en que la gente joven empieza a beber alcohol para buscar un inhibidor que le produzca un momento de placer en sus juergas de adolescencia. Alcoholes de precio económico y de consumo fácil, como son la cerveza y los destilados de supermercado, contra los que el sector del vino no puede competir.
El lenguaje y la visión anquilosada que, tradicionalmente, ha rodeado al mundo del vino, tampoco ayuda. Soy consciente. Parece que sea un producto destinado a un mundo elitista, sofisticado y complejo, cuando en absoluto es así, pero reconozco que puede dar esa sensación. A pesar de ello, creo que cada vez es un producto más cercano. Las ferias, su presencia en las fiestas, las catas lúdicas, los concursos, los viajes, están contribuyendo a que esa distancia de antaño cada vez sea menor.
En cualquier caso, al vino, como devoción, se llega en la edad adulta, especialmente al que hago referencia en mis diversas entradas de este blog. La madurez nos lleva a buscar la felicidad del vino a través de una zona vinícola, de sus suelos, de su climatología y de sus tradiciones. Cierto es que el dinero influye y que cuando se empieza a ganar resulta más factible entrar en este mundo.
Con los años, la vida se ve con otra perspectiva y con ello la forma del disfrute. Nos volvemos más exquisitos, después de haber experimentado muchas sensaciones. Los placeres son más sutiles. La felicidad se reduce a momentos, personas y experiencias concretas. La sensibilidad se desarrolla y juega un papel clave. Y es en este conjunto de parámetros donde la sutiliza del vino encuentra su sitio y hace mella.
A nivel particular, llegué tarde a este mundillo, a partir de la treintena. No obstante, desde que lo hice, no he dejado de aprender e investigar cada día que pasa, porque me permite viajar a un buen número de paisajes y, sobre todo, es una fuente inagotable de placer, diversión y felicidad.