Por Juan Luis Vanrell
No es lo mismo catar que beber, aunque indiscutiblemente existe una íntima conexión. Catar consiste en desmenuzar un vino hasta extraer todas sus características, empezando por el color, continuando por sus aromas y terminando por sus sabores. Beber es disfrutar sin miramientos, abrir botellas con el objetivo de pasar un momento de felicidad, sin mayor pretensión.
Hilando un poco más fino, podemos catar a etiqueta vista, algo habitual, o catar a ciegas, práctica menos frecuente a la que juegan unos cuantos wine lovers empeñados en poner a prueba sus conocimientos sobre los diferentes vinos del mundo.
A nivel personal, catar a ciegas es una mezcla entre juego, aprendizaje, competición, prueba de conocimientos, compenetración, cuando es en parejas o por equipos, y siempre un ejercicio de humildad. A nivel del vino, a ciegas es mirarlo sin cortapisas. No hay zonas ni bodegas ni marcas que valgan. El desconocimiento de lo que bebemos hace que hablemos del vino sin tapujos, sin influencias ni sugestiones. No existe el paraguas de la fama, buena o mala.
La clave para catar a ciegas es el razonamiento. Todos los vinos tienen determinadas características que los vinculan a su terroir, solo hay que tirar de esos hilos para llegar a la botella que tenemos delante. Dicho así parece sencillo, pero la realidad es que es sumamente complejo. Son muchos los países que elaboran vino, muchas las zonas y las denominaciones, innumerables las variedades y las características de cada una de ellas y, también, las similitudes que existen. Además, cada productor interpreta el viñedo de una manera, lo que amplifica los matices de los vinos. Colores, aromas, sabores, geografía, viticultura, tradición… Catar a ciegas es viajar por todo el mundo a través de los sentidos. En mi opinión, es la mejor forma de aprender, pues es didáctico a rabiar y, sobre todo, de valorar los vinos sin la camisa de marca que en determinadas ocasiones se envuelve una botella. La verdad desnuda de los vinos.