CHATEAU CHEVAL BLANC 2003

Château Cheval Blanc 2003

Por Juan Luis Vanrell

Château Cheval Blanc es una de las grandes bodegas de Saint Emilion y elabora vino desde al menos el siglo XV, según sus archivos. No obstante, su prestigio empezó a crecer en 1832, cuando Jean-Jacques Ducasse, presidente del Tribunal Comercial de Libourne, compró el núcleo de la propiedad actual. Durante los siguientes veinte años, la adquisición de parcelas pertenecientes a Château Figeac llevó a la creación del viñedo de 39 hectáreas, tal como lo conocemos hoy. Desde entonces, su configuración prácticamente no ha variado. Además, Château Cheval Blanc tiene la consideración de Premier Grand Cru Classé “A”, la máxima distinción posible, desde la primera clasificación de vinos Saint-Emilion realizada en 1954. 

            Château Cheval Blanc es especial por muchos motivos, pero, quizás, sus peculiaridades más importantes vienen dadas por sus suelos y su coupage de elaboración, atípicos dentro de Saint Emilion. Frente al habitual suelo calizo del periodo Terciario de la zona, Cheval Blanc presenta aluvión del periodo Cuaternario, con una proporción de grava y arcilla casi por igual. Además, en una zona en la que la merlot reina con elegancia y supone el porcentaje de mayor peso de los vinos, Cheval Blanc utiliza la cabernet franc en una proporción muy similar a la de merlot, dependiendo añadas, con una muy reducida presencia de cabernet sauvignon, cuando la hay. La razón fue la extraordinaria intuición de Jean Laussac-Fourcaud, quien, en la década de 1860, replantó parte de la finca con merlot y cabernet franc a partes iguales.  

Si su historia resulta interesante, beber sus vinos mucho más. Hace unos meses bebí una botella de Cheval Blanc 2003. Emocionante, sería la palabra que mejor cuadra con las sensaciones que me transmitió. El 2003 fue el año de la ola de calor que castigó a buena parte de Europa, por lo que no es una de las mejores añadas del Burdeos de la margen derecho del río Garona, sin embargo la botella salió excepcional, aunque el estado de la etiqueta pudiera suponer un mal estado de conservación.

Como al ser humano, a muchos vinos les sienta muy bien el paso de los años, especialmente a los grandes de Burdeos, que necesitan un largo reposo para ofrecer toda su calidad. La botella que descorché era un perfume en nariz y seda en boca. Su color no era de capa alta, curioso tratándose de un Burdeos. No tenía aristas y todo estaba colocado en su justa medida, como si se tratara de un traje hecho a medida. Acidez, estructura, baja astringencia, punto de alcohol… La fruta era un lejano recuerdo de cerezas, moras, ciruelas y grosellas escarchadas. Los aromas terciarios se habían apoderado del vino con elegancia extrema y campaban a sus anchas, inundando la copa y mi pituitaria de notas de humo de fino tabaco, canela y nuez moscada. El regusto era largo con recuerdos a cacao, café y regaliz. Y, sobre todo, era increíblemente fresco para tratarse de una añada de tanto calor.

Vinos que hay que beber al menos una vez en la vida, para poder entender la dimensión que puede alcanzar una botella de vino. Vinos que no se beben por beber. Vinos que hay que comprender y dejar que traspasen nuestras barreras sensoriales. Vinos que nos transportan de su lugar de origen a mundos oníricos. Vinos de meditación.

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